lunes, 29 de febrero de 2016

DRONES, LA INVASIÓN (EPISODIO #79)


Sobresaltado, despertaba. Sofía sacudía mis hombros, me zamarreaba. Su rostro estaba sudado. Tenía la mirada extraviada. Su cabello revuelto me hacía pensar que había exigido su cuerpo durante un tiempo prolongado. ¡Despierta!, repetía sin pausas. Sin entender nada me incorporaba, con una profunda sensación de angustia que casi me infarta.
— ¿Qué pasa? —le preguntaba.
—Pasa que tenemos que irnos lo antes posible.
— ¿Por qué?
En esos instantes el gato se aproximaba, pero no maullaba.
—Recorría las inmediaciones, cruzando la otra salida hay un terreno descampado.
Se había pausado, conmovida por algo que sin dudas le había causado daño. Temblando, se tapaba la boca con las manos. Sus ojos achinados contenían el llanto. Finalmente, lagrimeaba.
— ¿Hay un descampado? ¿Qué viste de malo?
— ¡Un montón de cuerpos cadavéricos! ¡Cientos de restos humanos, todos apilados! El olor era tan repulsivo que me hizo vomitar. Había tantas ratas que ni siquiera el gato se atrevía a cazarlas.
— ¿Cómo que había cuerpos apilados?
No respondía, tan solo se limitaba a llorar como una desdichada, sin quitarse esas manos temblorosas que cubrían buena parte de su cara. Una idea macabra me atormentaba. Siguiendo mi instinto besuqueaba su frente y le daba la espalda. Me acercaba al ataúd que me había servido de resguardo. El cajón no estaba cerrado. Usando la mano izquierda cubría mis orificios nasales. Finalmente levantaba la tapa y me quedaba espantado: en el interior había un drone, completamente despedazado. No podía reaccionar, pero soltaba la tapa y el cajón se cerraba. A mis espaldas, Sofía lloraba. Me volteaba para abrazarla. Humedecía mi camisa con sus lágrimas. Me había vestido poco antes de tirarme en la alfombra. El gato maullaba. Rita no estaba. Eso también me desesperaba. Tomando su mano izquierda la apartaba. Se me había secado la garganta. Los aparatos desgraciados ni siquiera respetaban a los muertos que en paz descansaban. Definitivamente estábamos condenados a llevar una vida nómada, pero los drones ya no eran una amenaza.



FIN DEL CAPÍTULO I

FIN DE “DRONES, LA INVASIÓN”


Continuará… en otra bitácora

domingo, 28 de febrero de 2016

DRONES, LA INVASIÓN (EPISODIO #78)




El imponente portón de entrada al cementerio estaba abierto. Nos observábamos unos instantes y sin mediar palabras nos adentrábamos en la casa de los muertos. Nuestras motos recorrían los senderos pedregosos. Todo estaba en su sitio, los nichos, las bóvedas, los mausoleos, a no ser por el pasto voraz que ya había crecido lo suficiente como para confundir el predio con un terreno baldío. No se oía nada, ni siquiera un alma, y eso que estábamos en un cementerio. Lo cierto era que necesitaba descansar en un lugar seguro, por eso la había conducido a un camposanto. De hecho los músculos de mis piernas se habían dormido y tenía que esforzarme para mantener los ojos abiertos. ¡Bajemos acá!, le decía mientras apagaba el motor. Nos habíamos detenido frente a la puerta de una bóveda de unos veinte metros cuadrados. Astor, con las patas en el pasto, maullaba con los nervios desquiciados.
—Necesito descansar —le rogaba, bostezando.
— ¿Dónde?
—En esta bóveda, no le tengo miedo a los muertos.
—De acuerdo, por mi parte iré a recorrer las inmediaciones —se despedía, recogiendo el cabello con las manos.
La puerta de acceso estaba entreabierta. Era de hierro. Para la suerte de Rita, los maullidos del gato se estaban alejando. En el interior de la bóveda había cuatro ataúdes. El ambiente olía a flores nauseabundas. Era un olor insoportable que te impedía respirar, pero estaba tan extenuado que hasta podía dormir en un establo para cerdos. Ansioso, inspeccionaba los recovecos, buscando un espacio para reponerme del cansancio. En el fondo, subiendo dos escalones de mármol, yacía un ataúd donde descansaban los restos de un tal Giaccone. Su apellido me recordaba a don Corleone, el de la saga, y no sé por qué pero también a los drones. Un alfombrado verdoso rodeaba todo el ataúd. Sin vacilar me echaba en su suave superficie como quien se entrega a una ducha tras varios días sin aseo. Pese a que no disponía de una almohada, en cinco minutos ya estaba durmiendo, con Rita en mi pecho.


DRONES, LA INVASIÓN (EPISODIO #77)


Continuábamos circulando por las calles despobladas. Vaya extrañeza, los drones no acechaban. Misteriosamente la ciudad nos pertenecía. ¿Dónde estaban? No tenía sentido conjeturar alguna cosa. Las chatarras eran tan desgraciadas que cualquier sospecha podía jugarnos luego una mala pasada. Sofía no decía nada, tan solo me escoltaba. Su silencio me apenaba, había perdido la casa. Yo la observaba por el espejo retrovisor. Sus cabellos al viento embellecían las facciones de su cara. Era tan bella que si tenía barro no importaba. Cualquier mortal hubiera querido besarla. ¿Para qué ocultarlo? Me excitaba, pero estábamos solos en una república usurpada. Sin decirle nada la llevaba al área suburbana. Rita aleteaba en mi mano sudada. Eso me tranquilizaba. Mi moto ya presentaba fallas mecánicas. A unos trescientos metros estaba el cementerio. Tal vez podíamos adentrarnos en la ciudad de los muertos para cargar las baterías y en paz conciliar el sueño. Los zombis han sido siempre personajes imaginarios.


DRONES, LA INVASIÓN (EPISODIO #76)


Sin destino, circulábamos. Tomábamos una calle, y luego otra, como si alguien tuviera que perdernos de vista. Para nuestra calma la soledad nos escoltaba. No había drones. Tampoco aparatos terrestres. La ciudad había sido arrasada. Eran pocas las edificaciones que no habían sido derribadas. Y amanecía, los primeros rayos solares aterrizaban, demostrando que el amanecer seguía siendo majestuoso. Teníamos que refugiarnos. Extenuado, detenía la moto frente a un templo católico. Sin bajar de las motocicletas subíamos por una rampa que conducía a la puerta principal. Con la moto encendida, caminaba un par de metros hasta llegar a la puerta y comprobar que podía ser atravesada. Despacio, nos adentrábamos por la nave principal, entre dos columnas de filas de bancos que a su vez eran sucedidas por naves laterales. Curiosamente todas las luces estaban encendidas, como si una ceremonia hubiese sido interrumpida. No había destrozos, tal vez un poco de polvo. En absoluto silencio acortábamos distancia con el altar, por un piso alfombrado en perfecto estado. Al llegar al altar descubríamos que en el piso había un cristo de mármol, de unos dos metros de alto. Alguien lo había bajado de la cruz. Le faltaba la pierna derecha. También el brazo izquierdo. En su reemplazo había un aparato, ¡estábamos en presencia de un drone crucificado! Perplejo, la miraba a los ojos. “A menos que quieras enviarlo al infierno, deberíamos retirarnos”, le decía, molesto. Sin persignarnos nos alejábamos, con el mismo desarraigo que padecía el crucifijo.