La tarde
siguiente junté coraje para salir a la vereda. Con decisión atravesaba el
umbral de la puerta. Al menos necesitaba pisar las baldosas de la acera. Mi
casa ya era un presidio insoportable, pero mi estómago estaba hambriento. A
pocos metros de la esquina advertía la presencia de un perro escuálido. Estaba
solo, tal vez más abandonado que su sombra pasajera. Sus costillas sobresalían
como piernas. Rozando las paredes con el hombro derecho recorría las veredas
para verlo de cerca. Repentinamente otro perro esquelético se lanzaba sobre mis
piernas. Mis reflejos seguían funcionando, evitando una mordedura en la
pantorrilla izquierda. Desesperado lograba apartarme unos metros. El balcón de
la casa vecina podía preservarme de los colmillos carniceros. Sin embargo otros
tres perros se sumaban a la cacería y me deseaban la muerte con sus ladridos frenéticos.
Tenían los ojos endemoniados. Me tiraban tarascones, saltando con ligereza. El
metro y medio de altura que me separaba de la vereda salvaguardaba mis piernas.
En otras circunstancias me hubiesen ignorado, pero estábamos famélicos. Más que
perros parecían fieras, como si el hambre les doliera. ¿Te ha dolido el hambre
alguna vez? Yo lo estaba padeciendo. Habré permanecido no menos de un par de
horas aguardando que esos desgraciados desistieran de comerme, colgado de las
barandas como una araña inquieta.